Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

miércoles, 7 de febrero de 2018

Los inviernos de mi infancia en Madrid.



Con las temperaturas de estos días me ha venido a la memoria el frío que pasaba cuando era pequeña en el trayecto desde mi casa al colegio.
Después de ver la historia del niño de hielo, lo mío es una minucia, pero de todas formas tengo ganas de contarlo.
Era invierno. Daba igual el mes. Tanto enero como febrero eran gélidos en Madrid. Me levantaba por la mañana para ir al colegio, helada. Me ponía el uniforme azul marino, calcetines cortos, daba igual que estuviéramos bajo cero, eran las normas del colegio; yo creo que todavía no se habían inventado los leotardos o por lo menos no habían llegado a España. Mi  padre me revisaba de arriba abajo, sobre todo el cuello. El color oscuro  del uniforme y los tintes de aquella época dejaban un viso oscuro en la piel que podía confundirse con la suciedad.
-Si no te frotas bien, parece que llevas roña en el cuello –me decían.
Me tomaba el desayuno calentito, a veces un bizcocho riquísimo que hacía mi madre con la nata que recogía de la leche hervida, una taza entera de nata necesitaba para hacerlo.  Me ponía la boina y la capa. Mi madre me la liaba alrededor del cuerpo como si fuera un rollito primavera, pero aquello no abrigaba. El frío se metía por todos lados y en el momento que me agachaba para coger la cartera, la capa se desenrollaba de mi cuerpo dejándome totalmente al descubierto.  Aquello era un instrumento de tortura. De todas formas yo estaba acostumbrada y lo veía normal. La espera en la cola del autobús hacía que se me quedasen los pies helados y los sabañones florecían como si fueran flores en primavera. Mi  padre me  acompañaba al colegio todos los días; el trayecto desde mi casa duraba, al menos, media hora en  autobús. Me encantaba ver las barbas de los leones de la Cibeles hechas carámbanos de hielo.
Mi padre me repasaba las lecciones que llevaba para ese día. Recuerdo como si fuese hoy mismo  el momento en que me preguntaba lo que era una península, lo que era una isla, un cabo, lo que era un río... Normalmente repasábamos las lecciones de geografía desde el segundo piso del autobús. Siempre me gustaba subirme al piso de arriba.
Después de acompañarme, él se quedaba media hora paseando por la Gran Vía hasta que se hacía la hora de entrar al banco.
Cuando el poco calor del aula me iba calentando el cuerpo empezaba mi martirio. Los sabañones me dolían y me picaban al mismo tiempo. Me rascaba frotándome un pie contra otro.  A veces se hacía insoportable.
Como estaba lejos de casa no me daba tiempo a ir a comer. Podía haberme quedado en el cole, pero el día que lo hice, me dieron de primer plato sopa y de segundo lentejas. Me pareció una comida tan rara que le dije a mi madre que no quería comer allí, que prefería irme a casa de mi tía Maruja que vivía cerquísima del colegio. Ella me preparaba un barreño de agua caliente que aliviaba mis sabañones.
Además así tenía la oportunidad de pelearme con mi prima. Según la decoración del plato de la vajilla en donde nos servían la comida te tocaba ser reina o princesa, y claro, ninguna de las dos queríamos dejar la corona a la otra. No he vuelto a comer una tortilla de patatas tan rica como las que hacía mi tía. Además, cada día de la semana había un plato fijo. Recuerdo que los martes, creo, eran lentejas y tortilla de patatas. Claro que no se podían comparar a las del colegio.
Por la tarde, nos  tocaba  hacer labores mientras una de nosotras rezaba el rosario. Después estudio, casi nunca jugábamos. Al salir, íbamos como locas a buscar a la castañera. También vendía boniatos. A mí me gustaban más los boniatos. Aunque lo que en realidad me encantaba eran los bocadillos de calamares, se me iban los ojos cuando pasaba por algún bar de donde salía ese olorcillo. Tenía autorización para comprar a la castañera pero no a entrar sola en un bar a comprarme un bocadillo. Era todavía muy pequeña.
Cuando volvía a casa, mi madre me recibía con los brazos abiertos. Siempre me preguntaba:
-¿Qué tal en el cole?
No sé por qué motivo me enfadaba que me preguntasen eso todos los días, si yo, además, siempre sacaba buenas notas. Ahora yo les pregunto lo mismo a mis nietos y creo que a ellos también les sienta mal la preguntita.
Aún así, todo esto que cuento lo hago con cariño no tengo nada que reprocharles a aquellos tiempos. Fueron los que me tocaron vivir, fue mi  infancia y adolescencia en Madrid


Fotografía copiada de internet.

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