Mensaje de bienvenida

¡Y sin embargo algunas personas dicen que se aburren!¡ Démosles libros!¡Démosles fábulas que los estimulen!¡Démosles cuentos de hadas! Jostein Gaarder

miércoles, 30 de octubre de 2013

Mamá,hay un brujo en nuestra habitación. Educación primaria

Dibujo realizado por Guillermo Martínez Ortiz, mi nieto.


      Bea  acababa de llegar de un excitante  viaje desde el centro de África. Ella era la  mejor amiga de la  madre de Guille y Pablo, y estos sabían, con seguridad, que les traería un regalo.

      Por fin, una  tarde fue a verlos con un paquete bastante grande. Ellos tenían mucha gana de ver de qué se trataba y se fueron a su habitación a abrirlo mientras su madre y Bea se quedaban hablando de las aventuras que esta última había vivido en ese continente, tan extraño para ellos.

      De repente, los niños volvieron gritando muy alborotados, con los ojos desorbitados, y con una figura dentro de la caja que le devolvieron a la amiga.

—Mamá, no nos gusta para nuestra habitación —expuso Guille muy agitado—. Seguro que si la colocamos en la estantería vamos a tener unos sueños terroríficos.

—¡Qué miedica eres!! —replicó la madre—. A ver, déjame que la vea.

      Mayca se acercó a la caja y dio un respingo al ver la figura que había dentro. Nunca había visto nada tan feo.

—¡Qué exagerados sois! En Bulubanda esta figura trae buena suerte al que la tiene y protege de los malos espíritus.

—Pues yo creo que es la figura de un espíritu maligno —añadió Pablo casi temblando.

—Mirad, vosotros hacedme caso. Colocadla en la estantería blanca y si empezáis a tener pesadillas, me la llevo y se la regalo a mis sobrinos.

      Eso de que un regalo que era para ellos, fuese a parar a manos de otros niños no les gustó nada ni a Guille ni a Pablo y entonces respondieron:

—Vale, vamos a probar, pero esta noche solo; mañana te llamamos y te decimos cómo nos ha ido.

      Esa noche, la mamá colocó al brujo en la última leja, un poco metido hacia dentro para que no la viesen desde la cama, pero aun así sabían que estaba allí.

      El brujo estaba tallado en piedra oscura, tenía los ojos cuadrados y grandes como si llevase unas gafas de bucear puestas , la nariz era muy ancha, con un aro enganchado en ella  que hacía juego con los que le colgaban de las orejas; los aros debían de ser muy pesados; la boca le llegaba hasta las orejas, sus dientes eran tan largos como  colmillos, y los de arriba encajaban con los de abajo como si se tratase de un perro de presa. El pelo, de punta, estaba hecho con fibras de palmeras o de árboles africanos. En el cuello llevaba un collar de huesos, que Pablo aseguraba que eran de niños pequeños que el brujo había matado y luego se había comido. Estaba sentado y tenía sujeto en una mano un hacha y en la otra una lanza con plumas de colores.

—Guille, ¿y si ese collar está hecho con huesos de niños?— preguntó Pablo.

—Oye, si empezamos así, esta noche no vamos a pegar ojo; vamos a dormir —exclamó Guille enfadado con su hermano pequeño.

        A pesar del miedo, como habían jugado al futbol estaban muy cansados; al poco rato los dos pequeños se quedaron dormidos.

      Al día siguiente, se levantaron como si nada; habían dormido bien y se les olvidó que en su habitación, en la última leja, había un brujo.

      Pasaron los días y llegó la noche de Halloween. En casa de Guille y Pablo hicieron una fiesta; todos sus amigos fueron disfrazados; algunos de esqueletos, de brujas, de momias, etc… Su madre les había preparado un disfraz de fantasma y había llenado el jardín de calabazas con velas dentro. Estuvieron jugando con sus amigos hasta que se hizo muy tarde y cada uno volvió a su casa. Subieron a su habitación y se durmieron enseguida.

      Un ruido y un viento helado despertó a Guille: se había abierto la ventana. Tenía frío, así que intentó, a tientas, buscar las zapatillas para levantarse a cerrarla. De repente se quedó helado, pero no por culpa del frío sino al ver, al lado de la ventana, que el brujo de su estantería se había convertido en un hombre de verdad. Él  había abierto la ventana, y por ella estaban entrando los brujos y hechiceros más terribles que os podéis imaginar, todos con las caras pintadas, con  uñas larguísimas, y llenos de argollas, tanto en las manos como en los tobillos. Algunos llevaban pieles de animales como vestido, y todos tenían lanzas, hachas y otras armas por el estilo. Guille empezó a temblar aunque cerró los ojos para que no se diesen cuenta de que los había visto

—¡Qué no se despierte Pablo!, ¡que no se despierte Pablo! —repetía en silencio. Sabía que si lo hacía, no podría aguantar el miedo y empezaría a chillar como un loco.

       En medio de la habitación había una marmita muy grande, y un hechicero, que parecía el jefe de todo el grupo, moviendo un líquido asqueroso que olía a podrido. Se pusieron a danzar alrededor de la olla un baile horrible a la vez que cantaban. ¿Y sus padres?, es que no oían el escándalo que había en su dormitorio.

      En ese momento, Pablo se despertó, y al ver a los brujos en su habitación, pasó lo que Guille había temido, gritó tan fuerte que   los hechiceros se pararon y dejaron el baile. Parecía que se habían enfadado bastante. Fueron con los cuchillos levantados hacia donde estaban las camas de los niños. Los dos estaban tan aterrorizados que empezaron a llorar, a chillar y a llamar a sus padres, pero ellos no se enteraban de nada aunque estaban  en la habitación de al lado. De repente, el reloj del salón empezó a dar las campanadas, los brujos se quedaron quietos al escucharlas y, como si estuviesen hechos de humo  y polvo, salieron por la ventana que se abrió sin saber cómo. El hechicero volvió a su lugar anterior, y todo quedó en calma. Halloween había terminado.

—¡Guille!, ¡nos hemos librado por poco! —dijo Pablo secándose la cara con las manos, temblando todavía. ¿Crees que nos hubieran matado?

—Hombre, en la olla iban a cocer a alguien ¡Qué cosa tan terrible podía haber pasado!

—¿Tú crees que si  se lo contamos a alguien nos van a creer?

—Pablo, mejor, no se lo digas a nadie. Pensarán que estamos locos. De todas formas, esto no va a volver a pasar —le dijo Guille tranquilizándole. Cogió la figura del brujo, la tiró contra el suelo haciéndola mil pedazos, y después la envolvió en un papel. Al día siguiente, al ir al colegio, la tiró a un contenedor.

       En clase, los dos hermanos estuvieron muy nerviosos hasta que  poco a poco se fueron tranquilizando. Cuando volvieron a casa le dieron un beso a su madre y fueron directamente a su habitación, no querían pensar que estuviese allí la marmita o alguno de los hechiceros que habían visto  la noche anterior.

—¡Menos mal!, no hay nadie —dijo Guille y dejó la mochila tranquilamente encima de la cama.

- ¡Mira Guille! —exclamó Pablo señalando la estantería. Allí estaba la figura del brujo otra vez.       Al verla, salieron corriendo hasta el cuarto de estar.

-Mamá, mamá, hay un brujo en nuestro dormitorio —gritaron con desesperación.

—Pero, claro, si es el que os trajo Bea de su viaje por África.

      Los dos niños,  mirándose en silencio, se sentaron sin fuerzas en el sofá.

 

 

 



Autor:Guille Martínez Ortiz









Autor:Pablo Martínez Ortiz



jueves, 3 de octubre de 2013

El gorrión y La Flauta Mágica. 2º Ciclo de educación Primaria.

 
Dibujo realizado por Guillermo Martínez Ortiz para
la ilustración de este cuento.


El gorrión y la flauta mágica

 

Todo el bosque estaba preparado para recibir a la nueva estación. La primavera estaba a punto de llegar y los primeros brotes aparecían en las ramas de   los árboles, los campos se llenaban de flores y los pájaros ya tenían sus nidos preparados para acomodar su puesta de huevos.

Una pareja de gorriones llevaba unos días esperando el acontecimiento. Sus huevos blancos con pequeñas manchas negras, descansaban sobre las hojas, ramas y trozos de hilos y cuerdas que habían tejido para formar su casa. El padre y la madre se turnaban para incubarlos.

Una mañana la primera cría rompió un huevo con el pico y se vio libre de la cáscara que lo tenía aprisionado. A continuación, los demás se empezaron a animar y los cuatro gorrioncillos estuvieron dispuestos para recibir la comida que les traerían sus padres.

Los gorriones se alternaban en el cuidado de los pequeños; unas veces los cuidaba la madre, y el padre iba a recoger granos, frutas y pequeños insectos, y otras era ella la que salía a buscar la comida mientras el padre se quedaba con los pichones. Pasó el tiempo y los pajaritos se prepararon para salir del nido. Una tarde el más espabilado saltó de la rama y sus padres lo siguieron para ayudarlo. Le enseñaron a coger las hormigas del suelo y le sostuvieron con sus alas para que levantase el vuelo, así lo hicieron con todos hasta que fueron mayores y totalmente independientes.

Los pájaros piaban tanto que las ardillas que vivían cerca de ellos a veces tenían dolor de cabeza, sin embargo, había uno en especial al que sí daba gloria escuchar. Él no piaba, él cantaba y lo hacía mejor que un ruiseñor. Conseguía que todos los animales que estaban cerca dejasen lo que estaban haciendo y parasen para oírlo. El gorrión no descansaba aunque estuviese anocheciendo. Una tarde, el búho del árbol vecino que estaba asombrado de los pulmones del pequeño gorrión dijo:

—Sus trinos parecen el sonido de una flauta mágica; a partir de ahora te llamaré Flautín.

A los animales del bosque les hizo gracia lo que dijo el búho, así que, Flautín por aquí, Flautín por allá, se quedó con ese nombre.

Los padres estaban muy orgullosos y asombrados de su hijo; no era normal que un gorrión cantase así, por eso dudaban de si ese huevo que habían incubado podría ser de otra clase de pájaro, quizás de un canario o de un ruiseñor, aunque por otro lado su apariencia externa era la de un gorrión: Flautín tenía que ser hijo suyo.
Los pequeños gorriones cada vez se atrevían a volar más lejos; durante el día hacían sus inspecciones por los alrededores y luego volvían a dormir al mismo árbol. Flautín era el más madrugador y también el que regresaba más tarde. Sus padres estaban intrigados; no sabían cuáles serían las ocupaciones diarias de su hijo.
—Mañana, en cuanto se levante, lo seguiremos para ver a dónde va —dijo la madre un poco preocupada.
Eso hicieron, en cuanto Flautín levantó el vuelo sus padres lo siguieron a una distancia prudencial para no ser descubiertos. Volaron durante un rato sobre unos huertos cercanos que estaban llenos de naranjos y limoneros. El olor a azahar llenaba el aire. Divisaron a lo lejos a su hijo; se había posado en la rama de un limonero. En ese momento oyeron la melodía que él siempre cantaba. Al principio, pensaron que se había parado a descansar y había aprovechado para entonar su canción favorita, pero comprobaron que cerca había una casa de donde salía el sonido de una flauta que parecía mágica de verdad. Su hijo la escuchaba embobado. La casa era pequeña, pero se veía muy cuidada; en el jardín había un perro que ladraba sin parar y dos o tres gatos que no quitaban ojo a la rama en donde estaba Flautín posado. Los padres se preocuparon un poco, no parecía un lugar seguro. En el piso superior de la casa había una ventana abierta y, dentro, una señora sentada al piano acompañaba a una jovencita que tocaba con una flauta la misma melodía que su hijo les entonaba todos los días. Cuando terminó la muchacha, Flautín empezó con sus trinos. Ella se asomó a la ventana, parecía que ya estaba acostumbrada a oírlo porque sonreía mirándolo mientras el gorrión repetía una melodía parecida a la que ella acababa de interpretar. Los padres se dieron cuenta de que en ese lugar su hijo había aprendido a cantar. Levantaron el vuelo y dejaron a Flautín disfrutando de sus clases de música.
Todos los días, el gorrión volvía para escuchar a su amiga, se colocaba en el limonero que había elegido el primer día que llegó a aquel huerto y esperaba a que se abriese la ventana, a que la señora se sentase al piano y a que su amiga empezase a ensayar. Una mañana estuvo aguardando durante mucho rato, pero nadie se asomó. Flautín volvió a su casa muy triste; no se explicaba dónde había ido su amiga ni por qué había dejado de interpretar sus preciosas canciones. El búho, extrañado de que esa tarde no cantase, le dijo desde su rama:
—¿Qué te pasa Flautín?, ¿esta tarde no cantas?
—No tengo ganas señor búho, lo siento —y se acurrucó en una rama al lado de sus hermanos.

 Todos, en el bosque, echaron de menos sus trinos.
Por la noche estuvo lloviendo sin parar. Flautín no pudo pegar ojo, aprovechó para levantarse más temprano y como no sabía qué hacer se dirigió hacia el huerto en donde se encontraba la casa de su amiga. Cuando se colocó en su rama, la vio, se dio cuenta de que la chica estaba en la puerta esperando a alguien. En ese instante apareció un coche rojo como el tejado y, dentro de él, la señora que tocaba el piano con un vestido negro muy elegante. La chica también estaba muy guapa, parecía una artista. Se subió al coche y el motor arrancó suavemente, parecía que el conductor no lo quería manchar con el barro de los charcos que había por el jardín. Flautín, intrigado se dispuso a seguirlas. Atravesaron los huertos que rodeaban la casa y salieron a una carretera que tenía mucho tráfico. ¡Ay! ¡Qué complicado era volar por encima de tantos coches! El humo subía hacia donde él estaba y le irritaba los ojos, le lloraban tanto que casi no veía, además, iban tan deprisa que le costaba mucho seguirlas; menos mal que el color rojo se veía a gran distancia y eso le facilitaba un poco las cosas. De repente, sin saber por   dónde, salió otro coche del mismo color y forma parecida. ¿Cuál de ellos sería? Ahora sí que estaba en un aprieto. Bajó un poco el vuelo y aprovechando que los coches se habían parado se dispuso a mirar por las ventanillas para ver en cuál de ellos estaba su amiga. Por fin la vio, ya no se le iba a escapar. Entonces se encendió una luz verde que estaba colgada de un árbol muy extraño, sin ramas ni hojas ni nada, y todos los coches salieron corriendo haciendo mucho ruido. Por poco se cae al asfalto; estaba desprevenido cuando los motores arrancaron. El coche rojo se paró y las dos chicas se bajaron de él. Se pararon ante el edificio más bonito de todos los que allí había.
La entrada era tan alta que sus dos amigas parecían hormigas cuando subieron por las escaleras. Intentó seguirlas pero se dio cuenta de que había unas puertas de cristal que daban vueltas y vueltas y, aunque hizo varios intentos de pasar detrás de ellas, estuvo a punto de estrellarse contra los cristales, así que desistió y se posó en un árbol que había por allí cerca para esperar a que salieran.
Había transcurrido bastante rato y Flautín se estaba impacientando. Allí solo, sin nadie de su familia y sin saber dónde estaban sus amigas empezó a notar que el corazón se le encogía, la verdad es que estaba un poco asustado. Nunca se había sentido así y no le gustó nada esa sensación.
Levantó el vuelo y se acercó a una de las ventanas que el edificio tenía en la parte superior, se posó encima del alfeizar y pudo ver una sala grandísima en donde hombres y mujeres tocaban cada uno un instrumento diferente aunque interpretaban a la vez la misma melodía. Entonces la vio: su amiga, delante de todos, tocaba con su flauta una de las canciones que ella había ensayado. Después, ¡qué maravilla! todos tocaron la que ella y él practicaban a diario en la casita del huerto. No lo pudo resistir, se coló por una claraboya que estaba abierta y, volando en círculos, se posó encima del piano.


En el centro de la sala, ella estaba radiante, parecía la más importante de todos; estaba más guapa que nunca. Un señor con una ramita pequeña en la mano hizo un gesto y todos se pararon. Entonces oyó un sonido muy fuerte y cuando miró hacia el otro lado vio a muchas personas que juntaban y separaban las manos, haciendo un ruido parecido al que él hacía con las alas cuando estaba aprendiendo a volar.

 La joven se inclinaba hacia adelante y sonreía a todos.
Uno de los músicos se dio cuenta de la presencia de Flautín y avisó a unos compañeros:
—¡Coged   ese pájaro! Nos va a estropear el concierto.
Otro se levantó y le echó por encima su chaqueta negra para atraparle, pero, en ese momento, ella miró hacia donde estaba el gorrión y lo reconoció enseguida, ese gorrión era Flautín, la había seguido hasta el Teatro de la Ópera.
—¡No! Por favor no le hagáis daño, es mi amigo, ya veréis como canta conmigo mientras toco la flauta —exclamó asustada.
Lo cogió con cuidado y lo colocó sobre su hombro, sujetó despacio la flauta para que Flautín no se cayera y empezó a tocar la pieza que siempre ensayaba y que él oía desde la rama del limonero. Ante el asombro de todos, el pajarito acompañó con sus trinos las notas que salían de la flauta. Los músicos de la orquesta, el director y el público no se podían creer lo que estaban escuchando en ese momento había un gorrión interpretando La Flauta Mágica de Mozart, ¡eso era impensable!
Se hizo un gran silencio y volvieron a repetir la misma pieza del repertorio ¡qué maravilla! no desafinó ni una nota.
La gente volvió a mover las manos como habían hecho antes con su amiga. Ella estaba muy contenta y él muy feliz, porque, aunque era un simple gorrión, cantaba como un ángel. Eso era lo que siempre le decía Laura cuando se iba la gente y se quedaban solos. A veces, cuando actuaban por la noche, a través de los cristales de las ventanas, se veía a un extraño grupo compuesto por un búho y un grupo de gorriones escuchando sin pestañear las preciosas melodías de Laura y Flautín. Luego, se acercaban a la puerta del teatro a ver el cartel anunciador:

HOY


9ª REPRESENTACIÓN DE “LA FLAUTA MÁGICA”

(DE MOZART)

Entonces los padres de Flautín preguntaban al señor búho, que era muy sabio y sabía leer muy bien:
—¿Quién será ese Mozart?
Y el búho haciendo gala de su sabiduría contestaba:
—Debe de ser el dueño del teatro —afirmaba.

Luego añadía:
—En ese cartel pone que están tocando La Flauta Mágica, seguro que se refieren a Flautín, ¿habéis visto como yo tenía razón? su sonido es verdaderamente mágico.
Y al escucharle, sus padres se sentían muy orgullosos de tener un hijo como Flautín.

 

                                               Fin